Creo cada vez más que este es el verdadero motivo por el que vale la pena conocerse a uno mismo: aprender a no hacernos tanto caso.
¿Y Para qué? Para vivir desde un lugar diferente al que conocemos, un lugar que nos trae cosas nuevas, posibilidades que no habíamos soñado, encuentros y formas de relacionarnos que nos hacen sentir que en este mundo hay algo de magia, de colores, de vida.
No sé si a esto se referían los antiguos griegos de Delfos cuando esculpieron su famosa inscripción “Conócete a ti mismo”, pero si se referían a esto, creo que muchas personas han malintepretado su intención.
Lo digo porque en el camino del autoconocimiento he conocido a muchas personas obsesionadas por conocerse al milímetro (yo incluido), que van buscando y rebuscando entre sus pensamientos, actitudes y emociones, pistas que les ayuden a poder completar por fin el puzle de su ser.
Pero ese día no llega nunca y lo que ocurre a menudo es que nos quedamos atrapados en esa búsqueda de traumas, actitudes, emociones reprimidas, problemas relacionales… cuando en realidad todo este trabajo no tiene mayor propósito que el poder liberarnos de todo eso, de las certezas que nos cierran a nuestro potencial.
Liberarnos de lo que nos limita, de aquello que no nos permite relacionarnos con los demás de una forma fluida y satisfactoria, o al menos auténtica. De eso se trata para mí. Porque sentir que no podemos ser, es lo que realmente nos duele a todos. El no poder sentirnos a salvo en un contacto directo con la vida y con los demás.
Quizás por eso el espacio terapéutico es un catalizador para la transformación de las personas después de todo. No porque nos ayuda a gestionar esta emoción o este patrón de conducta (que también), pero en su sentido más profundo y radical, por el hecho de brindarnos la posibilidad de abrir nuestros miedos y deseos más escondidos frente a un otro (el terapeuta).
Un otro que no nos envía a la hoguera por nuestros pecados o nuestras manchas, por el contrario, que nos acepta y nos ayuda a dar un sentido a todo eso, de tal forma que podamos abrazarlo.
Y cuando podemos abrazar todo aquello que no nos gusta de nosotros mismos, lo que nos avergüenza, lo que nos da miedo, lo que no queremos oír, lo que nos pasó, entonces por fin podemos soltarlo.
Y cuando aprendes a soltar, dejas de perseguirte obsesivamente para asegurarte de que eres así o no eres asá. Simplemente empiezas a ser un ser vivo más que danza a su manera esta misma canción que danzamos todos, llena de compases, reveses, cambios, armonías y millones de posibilidades, de las cuales tú eres una.
De esta forma, puedes vivir la vida en una relación más directa y auténtica con todas sus facetas.
Un abrazo.
Carlos,