Hace unos días participé en el taller introductorio de la formación en Somatic Experiencing, una aproximación terapéutica centrada en el cuerpo para trabajar el trauma. Fue una experiencia intensa, reveladora y profundamente humana. Entre los muchos conceptos que se compartieron, hubo uno que se me quedó grabado: la titulación.

La titulación, en este enfoque, se refiere a la manera en que acompañamos al sistema nervioso para atravesar experiencias difíciles sin desbordarse. Se trata de exponer poco a poco al paciente a la activación, lo justo para que algo se mueva, pero sin que eso lo sobrepase. Es un trabajo casi artesanal, donde lo sutil y lo pequeño tienen un valor inmenso.

Me pareció muy iluminador cómo esta idea se puede trasladar al trabajo terapéutico en general.

Porque muchas veces, cuando alguien viene a terapia, lo hace con un anhelo profundo de cambio. Quiere dejar de sufrir, entender lo que le pasa, liberarse de un peso que ya no sabe cómo sostener. Y está bien, a nadie le gusta cargar con estas sensaciones. Pero en ese deseo suele aparecer la prisa, la autoexigencia, la expectativa de “resolverlo todo” rápido.

Y la verdad es que las cosas profundas no se fuerzan. Lo que se ha ido construyendo durante años —dolores, bloqueos, maneras de protegerse— no se derriba de un empujón. Se necesita espacio, tiempo, y sobre todo, un ritmo que respete al cuerpo y a la historia que trae.

Ahí es donde me parece que la titulación puede ser una guía. No sólo como una técnica, sino como una actitud: ir poco a poco, sosteniendo de a ratos esas experiencias que nos duelen, tocándolas sin que nos arrasen. Como si fuéramos afinando un instrumento, calibrando lo que se puede mirar hoy, lo que todavía necesita espera, lo que pide contención antes que explicación.

Porque frente al dolor emocional, muchas veces lo que hacemos —sin darnos cuenta— es colocar parches. Nos desconectamos de lo que sentimos, de los demás, de nuestras circunstancias. Nos ponemos una especie de armadura que, con el tiempo, nos deja más solos, más rígidos, más lejos de nosotros mismos.

Pero si podemos empezar a mirar eso que duele con paciencia, con respeto, con curiosidad… entonces algo empieza a moverse. Si logramos sostener un pedacito de ese dolor sin perdernos en él, si lo hacemos desde un lugar seguro, acompañado, entonces aparece una posibilidad nueva: la de reelaborar, la de vivir distinto.

Y no es magia, ni es inmediato. Pero ocurre. He visto personas empezar a habitarse más, a dejar de pelear con lo que sienten, a pararse con más presencia en su vida. A abrirse a los vínculos, al mundo, a sí mismas.

Tal vez ese sea el verdadero cambio profundo: no tanto “superar” lo que nos pasó, sino relacionarnos con ello desde otro lugar, más amable, más regulado, más nuestro.

Como cuando uno aprende a nadar: primero flotar, luego moverse un poco, y solo después avanzar. Sin apuro. Porque desde mi experiencia, en lo sutil está la fuerza de la transformación duradera.

Te invito un momento a pensar en algún problema profundo que tengas y te visualices intentando resolverlo de forma rápida y drástica. Luego quiero que hagas lo mismo, visualizándote haciendo ese mismo cambio disponiendo de todo el tiempo del mundo y poco a poco. Registra cómo te hacen sentir estos dos escenarios y qué diferencias puedes encontrar. Y si te animas, ¡compártelo en comentarios! Así nos podemos ir nutriendo de las experiencias de cada quién.

Un abrazo!

Carlos,

Si te interesa indagar más en esta terapia, te dejo un artículo interesante aunque está en inglés:

Payne, P., Levine, P. A., & Crane-Godreau, M. A. (2015).
Somatic Experiencing: Using interoception and proprioception as core elements of trauma therapy.
Publicado en Frontiers in Psychology.

https://www.frontiersin.org/journals/psychology/articles/10.3389/fpsyg.2015.00093/full