Los días pasan, pero las sensaciones quedan.
Imagino que más de alguna vez (a la semana o al día probablemente) te encuentras con algún cartel, algún influencer o alguna canción diciendo “tienes que gustarte a ti mismo”.
Me da curiosidad saber qué se te viene a ti a la mente cuando escuchas estas cosas (si lo quieres poner en comentarios me encantará leerte). En mi caso nunca es algo muy claro.
Más bien me quedo confuso, con un poco de angustia al ver que hay cosas que me gustan de mi y hay cosas que no me gustan de mi. Y al final cierro el capítulo con un “sí, claro, me gusto bastante”. Y con eso cierro el tema, no vaya a ser que si le doy muchas vueltas aparezcan los fantasmas del no gustarse a uno mismo.
Me gusta contártelo, que sepas que yo, incluso sabiendo que esos “me gusta, no me gusta” vienen de una parte juzgadora, no pueda evitar que aparezcan cuando veo ese tipo de dictámenes.
¡Tienes que gustarte! Es casi como oír a mi madre diciendo otra vez que haga los deberes.
Pues bien, desde mi forma de ver las cosas, en realidad es totalmente imposible no gustar de uno mismo. Lo que ocurre es que solemos abordarlo desde el lugar equivocado.
¿Me gusto?
Por favor, detén un momento la lectura y observa por unos segundos lo que tú haces cuando piensas si te gustas o no.
Puedo imaginar que automáticamente piensas en tu forma de ser, en tus características más destacadas (soy alegre, soy buena amiga, soy miedoso,etc.) en tu cuerpo (me gusta mi cara, mi nariz, odio mis piernas, no me gustan mis caderas…) en las cosas que haces (trabajo, deportes, hobbies) o en las cosas que has conseguido (tengo una casa, tengo mucho dinero, tengo poco dinero…).
Si te fijas, todo tiene que ver con “cosas” que son tuyas o que haces o has conseguido. Son objetos, aunque sean tan intangibles como tu carácter, lo transformas todo en un objeto del cual te separas para mirarlo desde afuera y decidir si te gusta o no.
Esto ya es flipante. Porque si te fijas, que una persona tenga la capacidad de desprenderse de sí misma y juzgar si se gusta o no, ya es una cosa muy rara. En la que no voy a entrar a filosofar porque me iría de lo más interesante de todo esto.
¿Qué es lo interesante de todo esto?
Que gustarse a uno mismo no tiene que ver con lo que uno ve de uno mismo, sino con el permiso que uno puede darse de experimentarse a uno mismo.
Quizás suena un poco confuso, lo sé. Pero te lo explicaré mejor con la ayuda de mi querido amigo Carl Rogers.
Gustarse: la libertad de experimentarse
No entraré a decir quién es Carl Rogers, lo puedes buscar tú por internet si te interesa, solo te comento que es uno de los psicoterapeutas más influyentes de la historia y precursor de la Psicología Humanista (y que me hice amigo suyo por sus libros y profesores que me lo enseñaron en la universidad, el hombre murió cuando yo tenía 5 años).
Pues bien, en su libro El proceso de convertirse en persona, hay un capítulo que se llama Gustar de uno mismo, donde dice algo que realmente hizo que me estallara el nervio óptico a medida que las letras entraban por mis ojos.
y lo voy a citar, dice
“En diversos trabajos e investigaciones publicados acerca de la psicoterapia centrada en el cliente se ha destacado la aceptación del sí mismo como uno de los objetivos y resultados de la terapia. Hemos mencionado el hecho de que, en una psicoterapia exitosa, disminuyen las actitudes negativas hacia el sí mismo y aumentan las positivas. Hemos señalado también el aumento gradual de la autoaceptación y la aceptación de los demás. Pero al examinar estas afirmaciones y compararlas con nuestros casos más recientes, advierto que no expresan toda la verdad. El cliente no sólo se acepta a sí mismo -frase que puede incluir connotaciones de aceptación renuente y desganada de lo inevitable, sino que realmente llega a gustar de sí mismo. No se trata de un sentimiento jactancioso o de autoafirmación; es el sereno placer de ser uno mismo”.
Boom!
Esto es música en mis oídos, porque es algo que he llegado a comprobar en mis procesos terapéuticos, también en mi propio proceso y es algo que aclara mucho el panorama sobre este tema, tan confuso.
No se trata de una autoafirmación, ni siquiera de una aceptación de aquello que uno reconoce en uno mismo.
Gustarse a uno mismo es la consecuencia de la placentera experiencia de poder SER uno mismo.
Me asusta gustarme
Rogers lo explica luego con el ejemplo de una paciente, que luego de muchos avances le explica con cierto desconcierto que cree que en realidad va a terapia porque disfruta de poder hablar de sus sentimientos y que esto le hace sentir complacida con ella misma.
Le desconcierta y le cuesta admitirlo, porque se siente culpable de no ir ahí a resolver sus problemas cotidianos, si no que más bien lo hace para disfrutar de esa acción de experimentarse a sí misma. Y que ese experimentarse a sí misma la hace sentir realmente plena.
Me ha gustado mucho esta confesión, porque deja ver su culpa o quizás vergüenza de admitir que va a terapia a darse ese permiso, en vez de estar “resolviendo problemas concretos”.
Esto es algo que veo en la consulta. La gran mayoría de las personas llegan con un montón de problemas en su vida, pero poco a poco en el proceso van dejando esos problemas (porque los resuelven o porque los relativizan).
Cuando llega ese punto, algunas dejan la terapia, mientras que otras continúan motivadas por un auténtico disfrute de descubrirse a sí mismas. Siento que ahí comienza ese gustarse a uno mismo desde un lugar más profundo. Que no es una imagen de la cual uno gusta, es más un movimiento, un estar más cerca de uno mismo.
Esto me ayuda a comprender que en realidad siempre gustamos de nosotros mismos si nos damos el permiso de poder experimentarnos, sin caer en la tentación de juzgarnos por hacerlo o de meternos la presión del “y esto para qué me sirve”.
En este sentido, no se me ocurre nada más útil que contactar genuinamente con esta experiencia de ser uno mismo y descubrir que eso gusta mucho. Porque nos ayuda a establecer un lazo indisoluble con nosotros mismos, un lazo que se transforma en motor de cambio y compromiso personal para la vida.
Quizás esto puede explicar la paradoja de por qué, cuando aceptamos algo de nosotros mismos que no nos gusta y dejamos de tratar de cambiarlo, paradójicamente, se transforma.
Como dice Jung «lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma».
Tal vez no es que la cosa en sí se transforme, es que transformamos la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos y esto lo transforma todo.